Fue en una Noche Buena,
aparentemente como cualquiera. Allá estaba ella con las personas que más amaba.
Entre risas, cantos, bailes y alguna copilla, su locura fue creciendo en
intensidad y empezó a ser descontrolada. Su inconsciente se perdió en un lugar
muy oscuro, denso, apretado, pesado…como una gran bala de paja. Allá donde se
alojan sus sombras de dolor, de resentimiento, de incomprensión. Ella,
desconectada, abrumada por las risas y cegada en su locura lo soltó, por la
boca escupió lo más ruin y cruel de toda su vida. Dejó de ser una Noche Buena
cualquiera. Sin entender lo que había pasado, su locura se convirtió en
sorpresa y arrepentimiento. Sintió que lo oscuro del inconsciente se había
apoderado de ella y había estallado como un volcán.
Después de una noche entera de
llantos, pesadillas y mucho dolor, se levantó rota, arrastrada como un gusano.
Esperó a que todos se fueran y en la más absoluta soledad emprendió el mejor
viaje que había vivido hasta el momento.
Empezó a conectar con su cuerpo,
a dar espacio a ese dolor tan profundo. Estaba en su vientre, con sus manos lo apretó
suavemente, sus ojos se llenaban de lágrimas, su mente callaba, sin juicios ni
interpretaciones. El dolor y ella eran uno. Al principio el dolor era cada vez
más intenso, apretado, muy profundo. Las lágrimas no cesaban, iban al mismo
ritmo. Poco a poco, pudo sentir como ese dolor en el vientre desaparecía y las
lágrimas ya no caían. Tras un segundo de paz, el mismo dolor aparecía en el
pecho, se le cortaba la respiración, apretaba, oprimía. Sin juicios, puso sus
manos suavemente sobre su pecho y las lágrimas volvieron a correr por sus
mejillas. El dolor pasó y se fue al estómago, tan intenso que le venían arcadas,
le quemaba hasta la boca, se expandía hacia los órganos. Lágrimas y más
lágrimas hasta que también desaparecía. Se estaba dando amor a sí misma, con
paciencia, con compasión, simplemente permitiéndose sentir lo que el cuerpo
quería expresar. Liberando y sanando las zonas que el cuerpo le indicaba. Por
primera vez, no se sintió sola, pudo sostener su dolor sin dependencias, sin
exigencias. Se dio cuenta que podía
cuidarse a si misma, ser una madre que ama, comprende, protege y no enjuicia.
Pudo recuperar todo aquello que era suyo, su gran bala de paja llena de dolor,
de traumas, de enfados, de tristeza y también llena de amor, de protección, de
cuidado, de ternura, de sabiduría y sanación. Entendió que ella era la única
responsable de hacer ese trabajo, que ya no le hacía falta buscar
justificaciones ni culpas. La vida se encargaría de traerle el fuego para poco
a poco ir quemando la bala de paja. Sólo necesitaba conciencia.