jueves, 9 de enero de 2014

Sanación en Noche Buena

Fue en una Noche Buena, aparentemente como cualquiera. Allá estaba ella con las personas que más amaba. Entre risas, cantos, bailes y alguna copilla, su locura fue creciendo en intensidad y empezó a ser descontrolada. Su inconsciente se perdió en un lugar muy oscuro, denso, apretado, pesado…como una gran bala de paja. Allá donde se alojan sus sombras de dolor, de resentimiento, de incomprensión. Ella, desconectada, abrumada por las risas y cegada en su locura lo soltó, por la boca escupió lo más ruin y cruel de toda su vida. Dejó de ser una Noche Buena cualquiera. Sin entender lo que había pasado, su locura se convirtió en sorpresa y arrepentimiento. Sintió que lo oscuro del inconsciente se había apoderado de ella y había estallado como un volcán.
Después de una noche entera de llantos, pesadillas y mucho dolor, se levantó rota, arrastrada como un gusano. Esperó a que todos se fueran y en la más absoluta soledad emprendió el mejor viaje que había vivido hasta el momento.

Empezó a conectar con su cuerpo, a dar espacio a ese dolor tan profundo. Estaba en su vientre, con sus manos lo apretó suavemente, sus ojos se llenaban de lágrimas, su mente callaba, sin juicios ni interpretaciones. El dolor y ella eran uno. Al principio el dolor era cada vez más intenso, apretado, muy profundo. Las lágrimas no cesaban, iban al mismo ritmo. Poco a poco, pudo sentir como ese dolor en el vientre desaparecía y las lágrimas ya no caían. Tras un segundo de paz, el mismo dolor aparecía en el pecho, se le cortaba la respiración, apretaba, oprimía. Sin juicios, puso sus manos suavemente sobre su pecho y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas. El dolor pasó y se fue al estómago, tan intenso que le venían arcadas, le quemaba hasta la boca, se expandía hacia los órganos. Lágrimas y más lágrimas hasta que también desaparecía. Se estaba dando amor a sí misma, con paciencia, con compasión, simplemente permitiéndose sentir lo que el cuerpo quería expresar. Liberando y sanando las zonas que el cuerpo le indicaba. Por primera vez, no se sintió sola, pudo sostener su dolor sin dependencias, sin exigencias. Se dio  cuenta que podía cuidarse a si misma, ser una madre que ama, comprende, protege y no enjuicia. Pudo recuperar todo aquello que era suyo, su gran bala de paja llena de dolor, de traumas, de enfados, de tristeza y también llena de amor, de protección, de cuidado, de ternura, de sabiduría y sanación. Entendió que ella era la única responsable de hacer ese trabajo, que ya no le hacía falta buscar justificaciones ni culpas. La vida se encargaría de traerle el fuego para poco a poco ir quemando la bala de paja. Sólo necesitaba conciencia.

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