lunes, 9 de marzo de 2015

Soledad encarcelada, soledad liberada

Y allá estaba ella, en su oscura, limpia y cómoda celda, esperando…

Esperando sus minutos de sustento diario, imprescindibles para su subsistencia. Una responsabilidad entregada, una esperanza abandonada.

Sólo se podía permitir algunos instantes de gloria, paseando por los pasillos cercanos. Salía con cautela, a través de los canales amplios y oscuros, ligeramente iluminados por viejas lámparas de pared. Cada día el mismo paseo terminando en una enorme puerta cerrada de hierro. Se quedaba quieta, en silencio, mirándola y aterrorizada volvía a su lugar, segura una vez más, con el anhelo de que algún día tendría la suficiente fuerza de empujar.

Tumbada en su suelo de colchón, fantaseaba con la existencia de un mundo grande y luminoso donde infinitas posibilidades pudieran acontecer. Un mundo libre e inseguro también. Dónde volar, explorar y arriesgar traspasando la tristeza de perder. Un conflicto sin final, un círculo en espiral.

Miraba por la pequeña enrejada ventana. Dejaba perder su vista hasta donde ya no alcanzaba. Se sentía pequeña e inválida, perdida en aquel inacabable lugar. Una fuerza que la anclaba en lo conocido y no la dejaba avanzar.

A lo largo de los tiempos, poco a poco, algo empezó a cambiar. Esa fuerza centrípeta dejó de apretar. La seguridad del aburrimiento se hizo notar, su corazón quería volar.

Un torbellino interno se apoderó y su fuerza expansiva estalló. Se rompieron sus esquemas de confort. El caos aterrizó. Ya no sabía dónde mirar, ni dentro ni fuera era igual.

Su entorno empezó a menguar, las paredes y los pasillos a estrechar. Ahogo, supervivencia, qué más da… el momento de marchar iba a llegar. Con prudencia y firmeza empezó a avanzar hacia la enorme puerta de metal. Sólo hacía falta empujar y el umbral traspasar.

Y al otro lado del abismo…una gran sensación de soledad, una soledad liberada. Se sentía ligera, flotaba. Se sentía perdida, aterrorizada.

Y sin saber dónde ir, ahora podía elegir.





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