Y allá estaba ella, en su oscura,
limpia y cómoda celda, esperando…
Esperando sus minutos de sustento
diario, imprescindibles para su subsistencia. Una responsabilidad entregada,
una esperanza abandonada.
Sólo se podía permitir algunos
instantes de gloria, paseando por los pasillos cercanos. Salía con cautela, a
través de los canales amplios y oscuros, ligeramente iluminados por viejas
lámparas de pared. Cada día el mismo paseo terminando en una enorme puerta
cerrada de hierro. Se quedaba quieta, en silencio, mirándola y aterrorizada
volvía a su lugar, segura una vez más, con el anhelo de que algún día tendría
la suficiente fuerza de empujar.
Tumbada en su suelo de colchón,
fantaseaba con la existencia de un mundo grande y luminoso donde infinitas
posibilidades pudieran acontecer. Un mundo libre e inseguro también. Dónde
volar, explorar y arriesgar traspasando la tristeza de perder. Un conflicto sin
final, un círculo en espiral.
Miraba por la pequeña enrejada
ventana. Dejaba perder su vista hasta donde ya no alcanzaba. Se sentía pequeña
e inválida, perdida en aquel inacabable lugar. Una fuerza que la anclaba en lo conocido
y no la dejaba avanzar.
A lo largo de los tiempos, poco a
poco, algo empezó a cambiar. Esa fuerza centrípeta dejó de apretar. La
seguridad del aburrimiento se hizo notar, su corazón quería volar.
Un torbellino interno se apoderó
y su fuerza expansiva estalló. Se rompieron sus esquemas de confort. El caos
aterrizó. Ya no sabía dónde mirar, ni dentro ni fuera era igual.
Su entorno empezó a menguar, las
paredes y los pasillos a estrechar. Ahogo, supervivencia, qué más da… el
momento de marchar iba a llegar. Con prudencia y firmeza empezó a avanzar hacia
la enorme puerta de metal. Sólo hacía falta empujar y el umbral traspasar.
Y al otro lado del abismo…una
gran sensación de soledad, una soledad liberada. Se sentía ligera, flotaba. Se
sentía perdida, aterrorizada.
Y sin saber dónde ir, ahora podía
elegir.
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